DSC07157Por Alfredo Rubio de Castarlenas

Deseamos la libertad desde pequeños, aún antes de conocer esta palabra. ¿Quién no? Deseábamos ir a la escuela cuando quisiéramos. Jugar… o que no nos despertaran hasta despertarnos.

Luego, aprendimos esta palabra de tres sílabas que, por ser aguda en su sonido, es como rotunda. Tanto que la última sílaba de ella vale por dos si está al final de un verso. El contenido de la palabra nos resultaba, sin embargo, un poco abstracto y un mucho confuso. Demasiado metafísico a la vez que en exceso psicológico.

Sí; de adolescente, se quedaba uno perplejo. ¡Había tantas interpretaciones de este concepto!

Más tarde, otros nos adoctrinaron sobre el libre albedrío. Este último sustantivo nos sonaba como algo poético, sin saber exactamente su real significado.

Pero sí que estábamos situados en él; y nos parecía que el albedrío no sólo era el resultado de racionales silogismos, sino también de sentimientos y de poesía. La libertad, para ser verdadera, ha de ser también bella.

Pero nos insistirían una y otra vez los moralistas que esto no bastaba. Que la libertad tenía que ser asimismo buena. O sea, bien usada. Porque si no, degeneraba en libertinaje. Pero las cosas, después, aún se nos complicaban más. Nuestro espíritu, en demasía ambicioso, quería sentirse cual Ser Absoluto. Nos irritaba todo límite a nuestras vivencias. Deseábamos, al menos, ser como unos semidioses. Antes,no existíamos; cierto. Pero ya que habíamos empezado a existir, ¿por qué no hemos de seguir existiendo por nosotros mismos? Poder persistir en este mundo, en general tan hermoso… Paladear el vivir, con frecuencia, tan jugoso.

A pesar de todo, ya sabíamos que la muerte es ineludible. Pero mientras más tarde llegara, mejor. Y olvidarla para sumergirnos así en este sueño de ser evieternos dioses, llamados a dominar y doblegar el mundo a nuestros pies, según nuestros deseos.

La vida cotidiana, una y otra vez, nos descabalgaba de nuestras pretensiones. Y nos enfurismábamos de no tener una libertad absoluta, sin restricción alguna, como debía corresponder a nuestros anhelos de superhombres.

Quizás entonces, desengañados, estábamos tentados a echar nuestra corona inservible de libertad a la basura. Acaso proclamando, por resentimiento, un  feroz determinismo que nos liberara de toda responsabilidad, desnuda ya de sueños y ambiciones. Hasta osamos afirmar que hasta el ser Absoluto está también obligado, necesariamente, a actuar como lo hace. Aunque esto, por otra parte, alimentaba nuestro orgullo de querer estar al margen de nuestra contingencia, pues era ya imposible que Dios no nos hiciera nacer.

No. No hay para tanto desespero ni tanta vanidad. Tenemos una libertad humana, gran florón de nuestro ser peculiar. Pero es limitada como todo lo nuestro. Como la dimensión de mi nariz o el área de mi visión. ¡Pero qué hermoso tener la piel que recubre la pequeñez de mi cuerpo frente a las estrellas! Los límites de mi razón, que siempre estará envuelta por los lindes del misterio, como lo es la cuestión: ¿por qué existe algo en vez de nada? ¡Y qué gozo que en mi libre albedrío pueda admirar y a la vez elegir entre las innumerables cosas a mi alcance! Por otra parte, ¡qué gozo ser limitado, pues esto quiere decir que existo!

Si dejamos de ser soberbios –¡oh, qué vano es serlo!– de pronto nuestra concreta libertad nada más que humana, pero llena en su ámbito de responsabilidades y belleza, se nos aparece como uno de los más rutilantes fulgores con que podemos resplandecer en el universo.